lunes, 2 de marzo de 2009

tundra

Mi corazón, como normalmente suele hacer, se congeló. Sus nítidas células comenzaron a dejar lentamente su trabajo para quedarse gélidas, duras, sin hacer nada. La bicúspide y la tricúspide cerraron para no abrirse más, para dejar a la sangre estancada como en un embotellamiento. Sentí como lo único que lograba espirar era una sustancia escalofriante, que hacía que mi piel pierda color, vida. Mi vista se tornó borrosa, no podía distinguir quienes estaban cerca mío y quienes no. Me arrodillé rápidamente y me asusté al darme cuenta que mis extremidades estaban duras como la roca, y frías como la tierra que tenía justo abajo mio.
Intenté llorar, pero no pude. Era como si toda sustancia inorgánica quedase atrapada dentro de mí, sin oportunidad alguna de salir.
Ya no sabía si estaba parado o arrodillado, o tirado, o si una turba furiosa me estaba pateando salvajemente la cara, todo lo que abarcaba mi mente era el frío que recorría todo mi cuerpo, casi sacándome por completo el sentido del tacto.

Era como hundir la cabeza en la tundra, y gritar a ver si alguien puede escucharte, para después angustiarte con los desesperantes resultados negativos de tu intento.

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