Cecilia Goin miró por la ventanilla del avión. Entonces escribió: “el desierto del Sahara parece un océano gigante color perla, con olas inmóviles y sólidas que reflejan el sol. Este paisaje se extiende por todos lados, dando la sensación de que en esta parte del mundo el destino fuese demasiado seco”. Era el mes de Febrero. Esta mujer bahiense, ex profesora de educación física, estaba llegando a uno de los sitios mas dramáticos del planeta. “Sudan, allá voy”, siguió escribiendo es su laptop. Minutos después aterrizaba por primera en su vida en Africa.
Desde hace cuatro años, en un territorio oriental de Sudan llamado Darfur se desarrolla una guerra interna entre milicias separatistas y fuerzas árabes, con el apoyo del gobierno central de Jartun, la capital de Sudan. En el conflicto se mezclan odios ancestrales, tribales, ancestrales, intereses económicos. Esta no es una pelea sencilla de describir, de buenos y malos. Los grupos armados ahora están desperdigados, pero no por ello ah disminuido su poder asesino o intimidante. Según cálculos de las Naciones Unidas, los enfrentamientos dejaron 200 mil muertos y dos millones de desplazados. Y allí fue a parar Cecilia. No por casualidad. Fue convocada por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
Cecilia tenía experiencia en eso de trabajar en situaciones límite, en las que miles de personas se quedan de repente sin casa, sin nada de nada. O en las que hay muchos muertos o gente con necesidad de atención medica de urgencia. Estuvo en Guatemala cuando paso el huracán Mitch, en inundaciones en Venezuela y en Bolivia y en un gran terremoto en Perú.
Estaba enterada de desastres naturales. La misión en Sudan era distinta. Se trata de una guerra, que ha captado la atención (y, aunque parezca paradójico, también el descuido) de las potencias del Consejo de Seguridad de la ONU. Y también de las estrellas de Hollywood. Entre ellos George Clooney, Mia Farrow y Angelina Jolie.
Esta es la misión más grande de la CIRC y Cecilia es su portavoz oficial. Ella es la cara visible de esta gigantesca empresa humanitaria ante la presencia mundial.
En Darfur, un territorio tan grande como Francia, la Cruz Roja tiene desplegados 1.800 sudaneses y 160 extranjeros. Trabajan en un campo de refugiados en una ciudad llamada Guereira, donde viven más de cien mil personas, y en zonas rurales donde no se atreve a entrar ninguna otra organización internacional de ayuda. Allí van sus ingenieros a reparar o instalar bombas de agua, a llevar semillas, atención médica y veterinaria.
Para meterse en un terreno tan hostil deben asegurarse primero de que ninguna facción los atacara. Es una constante y difícil negociación. “Hay muchos grupos rebeldes y bandas criminales que no tienen línea de comando. Lo que hacen es robar autos, celulares y teléfonos satelitales o dinero de las organizaciones humanitarias –cuenta Cecilia por teléfono, desde Jartun-. Hay organizaciones que trabajan en zonas rurales. Pero nuestra estrategia es ir a las zonas de mas difícil acceso.” Es decir: donde la gente más lo necesita.
“Los que sufren la consecuencia de un conflicto que dura poco o dura mucho son los civiles. Y cuando digo civiles digo las mujeres, las embarazadas, los niños, las personas que tienen alguna discapacidad, los combatientes heridos. Esta gente tiene derechos aun en situación de guerra. Los protege el derecho internacional humanitario. Nosotros tratamos de que sus vidas sean tan normales como sea posible”, sostiene.
Una vez tuve una vida.
Uno de esos que tuvo que salir corriendo para salvar el pellejo fue un señor de 78 años, llamado Salih Ashgar. Él tiene un rostro que despierta compasión, con sus ojos constantemente apretados por la ceguera. Dejó de ver por una enfermedad perfectamente curable en tiempo de paz. Pero un campo de desplazados, y luego en otro, su vista no tuvo salvación. Él había perdido todo, hasta a sus dos hijos. Sólo le quedaba un hermano del que no había sabido nada en 24 años y que vivía en la otra punta del Sudán, un país casi tan grande como la Argentina.
El día que Salih se reencontró con Mohammed, su hermano, Cecilia estaba con él, porque la CICR ayuda a reconectar a la gente que pierde a su familia. La Argentina lo acompañó durante la larga travesía desde el campo de desplazados a un sitio a cinco horas de Jartún, lo que les valió tomarse un avión. Era el primer vuelo de Salih. Ahora, por teléfono, ella no puede evitar las lágrimas al recordar el momento en que los hombres se abrazaron. Lloraban despacito. La vida había vuelto a tener sentido.
“Uno no puede dejar de comparar la suerte que ha tenido al haber nacido en un país como la Argentina, aunque los argentinos lo critiquen. La suerte de haber tenido una educación sólida, que cada vez que tenía fiebre haya venido el doctor a mi casa, que haya podido ir al hospital cuando lo necesité”, reflexiona Cecilia. Todo eso suena a lujo estrafalario en Darfur.
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