viernes, 29 de agosto de 2008

Inútilmente tirado, mientras apenas sostenía los débiles pensamientos en su cabeza. Con vestimenta negra y una imagen que daba miedo en su rostro, logró levantarse para ver que todo estaba apagado y oscuro. Las ventanas estaban sucias, pero alcanzaba para ver que el día estaba completamente nublado.
Tambaleándose se dirige hacia una pequeña mesa, dónde tenían lugar unas llaves. Las toma, y mientras sale siente un dolor en su pecho (una pequeña molestia) se decide a caminar por la jungla de cemento.
El cielo estaba completamente cubierto de nubes grisáceas que transmitían un claro mensaje de caos y desorden, las ventanas de todos los edificios estaban cerradas, y no había absolutamente nadie. Ante toda esta situación, el dolor crece ligeramente, pero no sobrepasa los parámetros normales.
Sosteniendo esos pensamientos débiles, indescriptibles, escalofriantes y melancólicos, se detuvo para ver a un chico pequeño, sentado en la esquina. Daba mucha lástima y una notoria sensación de intriga. Éste, comienza a toser y a escupir una sustancia media rara y que por su aspecto parecía ser bastante espesa, y al cabo de un rato, cierra los ojos y se queda totalmente quieto. En milésimas de segundo, un ave con plumas negras se posa sobre la cabeza del niño y mientras lo picotea con mucho énfasis, una extraña neblina comienza a cubrir el piso, de manera creciente, hasta anular cualquier posibilidad de poder ver.
A partir de ese momento, el dolor crece a una situación alarmante, y para cuando la neblina había desaparecido, el niño con el ave en la cabeza, también.
Esos pensamientos alocados que solo él podía entender, comienzan a desvanecerse a causa del dolor. Desesperado, comienza a correr hacia atrás, regresando por donde vino.
Llegándose otra vez a la casa, busca un lugar donde apoyarse, pero lamentablemente una de sus piernas comienza a perder movilidad. Y mientras queda agarrado sigilosamente de la pata de una silla, una figura que todavía no encuentro la forma de describir le agarra la cara, mientras todo comienza a ponerse húmedo y pesado, hasta que un entumecedor frío asfixiante le cierra los ojos por la fuerza.

Live if you can, honey

domingo, 24 de agosto de 2008

tenía un par de cosas que había escrito para poner acá, pero no sé, no tuve ganas de transcribir hoy.

The wall on which the prophets wrote
is cracking at the seams.
upon the instruments of death
the sunlight brightly gleams.
when every man is torn apart
with nightmares and with dreams,
will no one lay the laurel wreath
as silence drowns the screams.
Between the iron gates of fate,
the seeds of time were sown,
and watered by the deeds of those
who know and who are known;
knowledge is a deadly friend
when no one sets the rules.
the fate of all mankind i see
is in the hands of fools.
Confusion will be my epitaph.
as i crawl a cracked and broken path
if we make it we can all sit back and laugh,
but i fear tomorrow i'll be crying,
yes i fear tomorrow i'll be crying.

39'

miércoles, 20 de agosto de 2008

Y no sé, estamos en clase de informática y me pongo a publicar una entrada en miblog, jaja. Ahora mismo me pongo a buscar boludeces y encontré esto:

El gato negro

No espero ni pido que nadie crea el extravagante pero sencillo relato que me dispongo a escribir. Loco estaría, de veras, si lo esperase, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Sin embargo, no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero mañana moriré, y hoy quiero aliviar mi alma. Mi propósito inmediato es presentar al mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me han aterrorizado, me han torturado, me han destruido. Sin embargo, no trataré de interpretarlos. Para mí han significado poco, salvo el horror, a muchos les parecerán más barrocos que terribles. En el futuro, tal vez aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias, que detallo con temor, sólo una sucesión ordinaria de causas y efectos muy naturales.
Desde la infancia me distinguía por la docilidad y humanidad de mi carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan evidente, que me convertía en objeto de burla para mis compañeros. Sobre todo, sentía un gran afecto por los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando ya era hombre, me proporcionaba una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que han sentido afecto por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza ni la intensidad de la satisfacción así recibida. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la mezquina amistad y frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de descubrir que mi mujer tenía un carácter no incompatible con el mío. Al observar mi preferencia por los animales domésticos, ella no perdía oportunidad de conseguir los más agradables de entre ellos. Teníamos pajaritos, peces de colores, un hermoso pero, conejos, un mono pequeño y un gato.
Este último era un hermoso animal, notablemente grande, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era un poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el asunto porque lo he recordado ahora por casualidad.
Pluto -tal era el nombre del gato- era mi predilecto y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me acompañaba en casa por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedir que me siguiera por las calles.
Nuestra amistad duró, así, varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi carácter, por medio del demonio Intemperancia (y enrojezco al confesarlo), habían empeorado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Me permitía usar palabras duras con mi mujer. Por fin, incluso llegué a infligirle violencias personales. Mis animales, por supuesto, sintieron también el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Pluto, sin embargo, aún sentía el suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, como hacía, sin escrúpulos, con los conejos, el mono, y hasta el perro, cuando por accidente, o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad empeoraba- pues ¿qué enfermedad es comparable con el alcohol?-, y al fin incluso Pluto, que entonces envejecía y, en consecuencia se ponía irritable, incluso Pluto empezó a sufrir los efectos de mi mal humor.

Una noche, al regresar a casa, muy embriagado, de uno de mis lugares predilectos del centro de la ciudad, me imaginé que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió levemente en la mano. Al instante se apoderó de mí la furia de un demonio. Ya no me reconocía a mi mismo. Mi alma original pareció volar de pronto de mi cuerpo; y una malevolencia, más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, sujeté a la pobre bestia por la garganta y ¡deliberadamente le saqué un ojo! Siento vergüenza, me abraso, tiemblo mientras escribo de aquella condenable atrocidad.
Cuando con la mañana mi razón retornó, cuando con el sueño se habían pasado los vapores de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento de horror mezclado con remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino todo recuerdo del acto.
Entretanto, el gato mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido tenía, sin duda, un aspecto horrible, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; pero, como era de esperar, huía presa del pánico cuando me acercaba a él. Aún quedaban en mi, al principio, gran parte de mis antiguos sentimientos como para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que una vez había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y en entonces se presentó, como para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano..., una de las facultades o sentimientos primarios indivisibles, que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha encontrado cien veces cometiendo una acción malvada o tonta por la simple razón de que sabe que no debía cometerla? ¿No tenemos una tendencia permanente, en contra de nuestro buen sentido, a transgredir lo que constituye la Ley, simplemente por el hecho de serlo? Este espíritu de la perversidad, como he dicho, causó mi derrota final. Era aquel insondable anhelo que tenía el alma de acosarse, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, lo que me empujó a continuar y finalmente a consumar el agravio que habían infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque sabía que me quería, y porque creía que no me había dado motivos para sentirme ofendido; lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma, que la llevaría- si ello fuera posible- más allá del alcance de la misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de "¡Fuego!". Las cortinas de mi casa estaban en llamas. La casa entera ardía. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y, desde entonces, me resigné a la desesperación.
Estoy por encima de la debilidad de intentar establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad que cometí. Me limito a detallar una cadena de hechos, y no quiero dejarme ni un posible eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique, de poco espesor, situado en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama. El yeso del tabique había resistido, en gran medida la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras "¡extraño!, ¡raro!" y otras expresiones semejantes despertaron mi curiosidad. Me acerqué al lugar y vi, como grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión maravillosa. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.
Al contemplar por primera vez esta aparición -porque apenas podía considerarla otra cosa-, mi asombro y mi terror eran extremos. Pero al fin la reflexión vino en mi ayuda. El gato, como recordé, había quedado ahorcado en el jardín, cerca de la casa. Cuando sonó la alarma del incendio, este jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y alguien debía de haber cortado la cuerda y tirado el animal en mi habitación por la ventana abierta. Seguramente lo había hecho con la intención de despertarme. La caída de las otras paredes habían empotrado a la víctima de mi crueldad en la masa de yeso recién aplicada, cuya cal, junto con las llamas y el amoniaco desprendido del cadáver, había producido entonces la imagen tal y como yo la vi.
Aunque así, fácilmente, estas explicaciones calmaron mi razón, si no enteramente mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido no dejó de impresionar profundamente mi imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo este periodo mi espíritu experimentó un vago sentimiento que recordaba, sin serlo, el remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar en los envilecidos lugares que habitualmente frecuentaba otro animal de la misma especie y de una apariencia semejante, que pudiera ocupar su lugar.
Una noche, mientras estaba sentado, medio borracho, en una más que infame taberna, de pronto me llamó la atención un objeto negro que yacía sobre la tapa de uno de los enormes toneles de ginebra o de ron, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante algunos minutos yo había estado mirando fijamente la parte superior de ese tonel, y lo que me sorprendió entonces fue el hecho de no haber visto antes el objeto que se hallaba encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y con un gran parecido a él en todos los aspectos, salvo en uno. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, pero este gato mostraba una mancha blanca, grande aunque indefinida, que le cubría casi todo el pecho.
Cuando lo toqué, se levantó enseguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Este era, pues, el animal que andaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero esa persona me dijo que no era dueño, que no sabía nada del gato, y que nunca antes lo había visto.
Seguí acariciando el gato y, cuando me levanté para marcharme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, y a ratos me inclinaba y lo acariciaba mientras venía a mi lado. Cuando estuvo en casa se acostumbró enseguida y pronto llegó a ser el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, enseguida descubrí que surgía de mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero sin que sepa cómo ni porqué ocurría, su evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; una cierta vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me prohibían abusar de él físicamente. Durante algunas semanas no le pegué ni lo maltraté con violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si escapara de la emanación de la peste.
Lo que, sin duda, aumentaba mi odio hacia el animal fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, de que aquel gato, igual que Pluto, había perdido uno de sus ojos. Sin embargo, precisamente esta circunstancia lo hizo más querido de mi mujer, quien, como ya he dicho, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez habían sido el rasgo distintivo de mi temperamento y la fuente de muchos de mis más simples y puros placeres.
Con mi aversión hacia el gato, su cariño por mí parecía a la vez aumentar. Seguía mis pasos con una pertinacia que me sería difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba a pasear, se metía entre mis pies, y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esta forma trepaba hasta mi pecho. En aquellos momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me sentía, no obstante, refrenado; en parte por la memoria de mi crimen anterior, pero principalmente -déjenme confesarlo ya- por un terrible temor al animal.
No era exactamente aquel temor miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría como definirlo de otro modo. Me siento casi avergonzado de admitir, sí, incluso ahora, desde esta celda para criminales, casi me siento avergonzado de admitir que el terror y el horror que aquel animal me causaba habían sido alimentados por una de las más insignificantes quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez, mi mujer me había llamado la atención sobre el aspecto de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre esa extraña bestia y la que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente, casi imperceptiblemente, forma de que mi razón luchó durante largo tiempo para rechazar ese cambio como imaginario, la mancha fue adquiriendo una rigurosa nitidez en sus contornos. Era la imagen de un objeto que tiemblo al nombrar -y por ello sobre todo odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-, era, digo, la imagen de una cosa atroz, horrible, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y entonces sentía de veras sobre mí una desgracia mayor que la simple desgracia humana. ¡Y pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia podía obrar sobre mí, sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios, tanta insufrible miseria! ¡Ay, ni de día ni de noche conocía ya la bendición del descanso! De día el animal no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella cosa en mi cara y su enorme peso -carnada pesadilla que no tenía yo el poder de quitarme de encima- descansando eternamente sobre mi corazón.
Bajo la opresión de tormentos como éstos, sucumbió en mí el débil vestigio del bien. Ya mis únicos acompañantes íntimos eran pensamientos malvados, los más oscuros y los más malignos pensamientos. El mal humor de mi disposición habitual creció hasta convertirse en un odio a todas las cosas y a toda la humanidad; y mi mujer, que de nada se quejaba, era la más habitual y más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e incontrolables explosiones de furia a que me abandonaba entonces ciegamente.

Un día ella me acompañó, cuando iba a algún quehacer doméstico, al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obliga a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y casi me hizo caer cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando, en mi rabia, el temor infantil que hasta entonces había detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera causado la muerte instantánea al animal, de haber caído como deseaba. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Provocado por su intervención, estalló en mí una rabia más que demoníaca; logré soltar mi brazo de su mano y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.
Consumado el horrible asesinato, me dediqué deliberadamente a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé cortar el cadáver en pequeños trozos y destruirlos con el fuego. En otro momento decidí cavar una tumba en el suelo del sótano. Luego consideré si debía arrojarlo al pozo del jardín, y, con los trámites normales, llamar a un mozo de cuerda para que lo retirase de la casa. Por fin, encontré lo que me pareció un recurso mucho mejor que cualquiera de estos. Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media hacían con sus víctimas.
Para un propósito semejante el sótano era idóneo. Las paredes no habían sido sólidamente construidas y se le había aplicado una capa de yeso basto, que la humedad del ambiente no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, motivado por una falsa chimenea, que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. No tenía dudas de que fácilmente podía quitar los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y taparlo todo como antes, de manera que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.
Y mis cálculos no me desilusionaron. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos, y después de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo apuntalé en esa posición y casi sin dificultad volví a colocar los ladrillos en la forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé con la mayor precaución posible un yeso que no se podía distinguir del antiguo, y revoqué cuidadosamente, de nuevo, el enladrillado. Cuando acabé, me sentí satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La pared no mostraba la menor señal haber sido alterada. Recogí del suelo los desechos con el más minucioso de los cuidados. Triunfante, miré alrededor y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano."
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había sido la causa de tanta desdicha; porque al fin me sentí resuelto a matarla. Si hubiera podido encontrar el gato en ese momento, su destino habría quedado para siempre sellado; pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi anterior acceso de cólera, se negaba a presentarse mientras yo siguiera de mal humor. Es imposible describir, ni imaginar, el profundo y dichoso sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así al menos durante la noche, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; ¡sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato sobre mi alma!
Pasaron el segundo y el tercer día, y aún no volvía mi atormentador. Una vez más respiraba como un hombre libre ¡El monstruo aterrorizado había huido del lugar para siempre! ¡No volvería a verlo jamás! ¡Mi felicidad era suprema! La culpa de mi negro acto me molestaba poco. Se habían hecho algunas indagaciones, pero éstas hallaron respuesta sin dificultad. Incluso habían registrado mi casa, pero por supuesto, no se descubrió nada. Yo consideraba asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa investigación. Seguro de que mi lugar de ocultación era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin explorar. Al fin, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Crucé los brazos sobre el pecho y me puse a dar vueltas despreocupadamente. Los policías quedaron totalmente satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo, y de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo a todos felicidad, y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta es una casa bien construida- en mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad no me daba completa cuenta de mis palabras- me permito decir que es una casa de excelente construcción. Estas paredes (¿ya se marchan ustedes, caballeros?), estas paredes son de gran solidez- y entonces, empujado por el puro frenesí de mis bravatas, golpeé pesadamente con el bastón que llevaba en la mano sobre esa misma parte de la pared de ladrillo detrás de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi alma.
¡Qué Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas se había silenciado la repercusión de mis golpes, cuando ¡una voz me contestó desde dentro de la tumba! Un quejido, al principio ahogado y entrecortado como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta transformarse en un largo, fuerte y continuo grito, totalmente anómalo e inhumano, un aullido, un quejumbroso alarido, mezcla de horror y triunfo, como sólo pudiera surgir en el infierno, al unísono, de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la condenación.Hablar de mis propios pensamientos de entonces es un disparate. Desmayándome, di unos tambaleantes pasos hacia la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Adiós.
=)

miércoles, 6 de agosto de 2008

De la nada se me puso blogger en inglés, no sé porqué. Cuanta paz que me da este tema.

1. feliz cumple dema
2. no hay dos
3. no hay tres
4. no hay cuatro
5. no hay cinco


=)

domingo, 3 de agosto de 2008

mist glowing
Sangre, Sudán y lágrimas.

Cecilia Goin miró por la ventanilla del avión. Entonces escribió: “el desierto del Sahara parece un océano gigante color perla, con olas inmóviles y sólidas que reflejan el sol. Este paisaje se extiende por todos lados, dando la sensación de que en esta parte del mundo el destino fuese demasiado seco”. Era el mes de Febrero. Esta mujer bahiense, ex profesora de educación física, estaba llegando a uno de los sitios mas dramáticos del planeta. “Sudan, allá voy”, siguió escribiendo es su laptop. Minutos después aterrizaba por primera en su vida en Africa.
Desde hace cuatro años, en un territorio oriental de Sudan llamado Darfur se desarrolla una guerra interna entre milicias separatistas y fuerzas árabes, con el apoyo del gobierno central de Jartun, la capital de Sudan. En el conflicto se mezclan odios ancestrales, tribales, ancestrales, intereses económicos. Esta no es una pelea sencilla de describir, de buenos y malos. Los grupos armados ahora están desperdigados, pero no por ello ah disminuido su poder asesino o intimidante. Según cálculos de las Naciones Unidas, los enfrentamientos dejaron 200 mil muertos y dos millones de desplazados. Y allí fue a parar Cecilia. No por casualidad. Fue convocada por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
Cecilia tenía experiencia en eso de trabajar en situaciones límite, en las que miles de personas se quedan de repente sin casa, sin nada de nada. O en las que hay muchos muertos o gente con necesidad de atención medica de urgencia. Estuvo en Guatemala cuando paso el huracán Mitch, en inundaciones en Venezuela y en Bolivia y en un gran terremoto en Perú.
Estaba enterada de desastres naturales. La misión en Sudan era distinta. Se trata de una guerra, que ha captado la atención (y, aunque parezca paradójico, también el descuido) de las potencias del Consejo de Seguridad de la ONU. Y también de las estrellas de Hollywood. Entre ellos George Clooney, Mia Farrow y Angelina Jolie.
Esta es la misión más grande de la CIRC y Cecilia es su portavoz oficial. Ella es la cara visible de esta gigantesca empresa humanitaria ante la presencia mundial.

En Darfur, un territorio tan grande como Francia, la Cruz Roja tiene desplegados 1.800 sudaneses y 160 extranjeros. Trabajan en un campo de refugiados en una ciudad llamada Guereira, donde viven más de cien mil personas, y en zonas rurales donde no se atreve a entrar ninguna otra organización internacional de ayuda. Allí van sus ingenieros a reparar o instalar bombas de agua, a llevar semillas, atención médica y veterinaria.
Para meterse en un terreno tan hostil deben asegurarse primero de que ninguna facción los atacara. Es una constante y difícil negociación. “Hay muchos grupos rebeldes y bandas criminales que no tienen línea de comando. Lo que hacen es robar autos, celulares y teléfonos satelitales o dinero de las organizaciones humanitarias –cuenta Cecilia por teléfono, desde Jartun-. Hay organizaciones que trabajan en zonas rurales. Pero nuestra estrategia es ir a las zonas de mas difícil acceso.” Es decir: donde la gente más lo necesita.
“Los que sufren la consecuencia de un conflicto que dura poco o dura mucho son los civiles. Y cuando digo civiles digo las mujeres, las embarazadas, los niños, las personas que tienen alguna discapacidad, los combatientes heridos. Esta gente tiene derechos aun en situación de guerra. Los protege el derecho internacional humanitario. Nosotros tratamos de que sus vidas sean tan normales como sea posible”, sostiene.

Una vez tuve una vida.

¿Qué se siente llegar a una aldea arrasada, a un lugar donde todo el mundo tuvo que salir corriendo para salvar sus vidas? “Trato de imaginar quiénes vivieron allí antes, cómo serían sus vidas antes de tener que dejarlo todo y trasladarse con sus seres queridos a los campos de desplazados. Las aldeas están desperdigadas, algunas son grandes, otras más pequeñas. Se ven las paredes de adobe y algunas vasijas rotas. Es la sensación del abandono obligado y desesperado.”
Uno de esos que tuvo que salir corriendo para salvar el pellejo fue un señor de 78 años, llamado Salih Ashgar. Él tiene un rostro que despierta compasión, con sus ojos constantemente apretados por la ceguera. Dejó de ver por una enfermedad perfectamente curable en tiempo de paz. Pero un campo de desplazados, y luego en otro, su vista no tuvo salvación. Él había perdido todo, hasta a sus dos hijos. Sólo le quedaba un hermano del que no había sabido nada en 24 años y que vivía en la otra punta del Sudán, un país casi tan grande como la Argentina.
El día que Salih se reencontró con Mohammed, su hermano, Cecilia estaba con él, porque la CICR ayuda a reconectar a la gente que pierde a su familia. La Argentina lo acompañó durante la larga travesía desde el campo de desplazados a un sitio a cinco horas de Jartún, lo que les valió tomarse un avión. Era el primer vuelo de Salih. Ahora, por teléfono, ella no puede evitar las lágrimas al recordar el momento en que los hombres se abrazaron. Lloraban despacito. La vida había vuelto a tener sentido.

“Uno no puede dejar de comparar la suerte que ha tenido al haber nacido en un país como la Argentina, aunque los argentinos lo critiquen. La suerte de haber tenido una educación sólida, que cada vez que tenía fiebre haya venido el doctor a mi casa, que haya podido ir al hospital cuando lo necesité”, reflexiona Cecilia. Todo eso suena a lujo estrafalario en Darfur. “Un conflicto armado es una situación límite en la vida de cualquier persona. Todo lo cotidiano se altera, el miedo es perder a tus seres queridos pasa a ser la prioridad número uno para los que están involucrados en él. Soy una convencida, y por algo hago lo que hago, de que no es la violencia la que soluciona los conflictos, sino el diálogo para llegar a una solución común. La violencia sólo genera más violencia. Pienso en las mujeres, los niños, los ancianos, los que quieren que el conflicto se termine”, señala. ¿Cómo olvidar las sonrisas de los niños cuando un contingente de la CICR entra a un pueblo olvidado en el desierto a entregar, por ejemplo, hules para que sus habitantes se protejan en la época de lluvia? En Darfur hay entre 80 y 90 organizaciones y unos 13 mil trabajadores internacionales, como Cecilia, tratando de evitar una catástrofe mayor a la ya ocurrida. Muchas veces, las ONGs extranjeras se tienen que retirar de zonas muy conflictivas, cuando sus propias vidas están en riesgo. Siempre es la CICR la última que se queda en el terreno. Cecilia dice que nunca estuvo en una situación de peligro extremo, pero advierte que la coyuntura es “muy volátil, porque además se trabaja en un contexto de un conflicto armado. Es por eso que también para la CICR es muy importante hablar con todas las partes involucradas en el conflicto (las fuerzas sudanesas, los grupos rebeldes, los líderes religiosos, los líderes tribales, los sheiks, las milicias árabes, entre otros) para explicarles que el único cometido de la organización es puramente humanitario”. En un país musulmán como Sudán, la gente suele malinterpretar el sentido del símbolo de la CICR. Creen que es una cruz, que tiene que ver con la iglesia cuando, en realidad, es el emblema de la bandera de Suiza, pero al revés. Esto aquí nos puede parecer simpático, Pero en un lugar tan inhóspito y hostil como Darfur se puede tornar peligroso. Cecilia, igual, asume estos riesgos con altura porque afirma que le dan razón para vivir. “No soy buena turista, prefiero conocer el mundo por una causa”, dice. Es una mujer especial.

sábado, 2 de agosto de 2008

oh lala

Mi tio se llevó mi cámara, y ahora no puedo boludear sacandole fotos a lo primero que veo, como sea, creo que esto me viene bien para pensar en algún otro hobbie, como por ejemplo.. no sé.

No sé, no sé, no sé, no me está pasando nada bueno, ni nada interesante, qué sé yo. El otro día me agarró una fiebre bárbara y estuve en cama, sin hacer absolutamente nada, y después, el viernes, cuando se me pasó me levanté y me fui a la disquera a comprarme un cd de Barrett, el cual estoy escuchando en este momento con mucho cansancio, porque me levante hace un rato y no sé, estoy cansado.
Ensima me despierto, voy al baño y veo que tengo como una especie de pegote hecho de moco seco y otra cosa que todavía no sé qué es en el labio de abajo y al costado de la naris. Debo estar mutando o algo así :)

Me voy a bañar, chau.

viernes, 1 de agosto de 2008

Tengo que estudiar historia, tengo pocas provabilidades de aprobar y quiero un iPod.


ja - ja - ja